Consumismo ético, forma de activismo político basada en la premisa de que los compradores en los mercados no sólo consumen bienes sino también, implícitamente, el proceso utilizado para producirlos. Desde el punto de vista del consumismo ético, el consumo es un acto político que sanciona los valores encarnados en la fabricación de un producto. Al elegir determinados productos en lugar de otros, o incluso al no comprarlos, los consumidores pueden adoptar o rechazar determinadas prácticas medioambientales y laborales y hacer otras afirmaciones de valor basadas en los valores éticos que defienden. El ejercicio de la elección de este modo crea incentivos para que los productores hagan que las prácticas de producción se ajusten a los valores de los consumidores. Las exitosas campañas llevadas a cabo por los movimientos de consumidores éticos han popularizado el atún sin delfines, los alimentos sin organismos genéticamente modificados (OGM), la ropa sin explotación, el café de comercio justo, los productos cosméticos sin pruebas en animales y los diamantes sin conflicto.
La idea de utilizar el consumo como palanca de cambio político tiene sus raíces en los boicots organizados por los movimientos sociales contra productos, empresas e incluso países, incluida la oposición al apartheid en Sudáfrica y la junta militar en Myanmar (Birmania). A medida que la producción sigue emigrando del mundo desarrollado al mundo en desarrollo, escapando así de las esferas reguladoras de los Estados-nación occidentales, los activistas del consumo ven cada vez más el consumismo ético como una forma extralegal de influir en las prácticas laborales y medioambientales de lugares lejanos. El consumismo ético, según sus defensores más acérrimos, se erige potencialmente como una nueva forma de política posnacional en la que los consumidores-ciudadanos remodelan la práctica del capitalismo global desde la base.
El consumismo ético conlleva dos cambios clave en la concepción de los mercados. En primer lugar, los bienes de consumo, antes considerados como objetos sin historia, se redefinen para incluir las decisiones éticas (y no éticas) tomadas en el proceso de producción. En segundo lugar, el propio acto de consumo se convierte en una elección política, no muy distinta del voto, de modo que los valores democráticos pasan a ejercerse en el mercado. Redefinir el consumo de esta manera desafía la premisa que subyace a las estructuras de mercado actuales, en las que los mecanismos legales, como los acuerdos de confidencialidad y los derechos de propiedad intelectual, a menudo se invocan para ocultar los detalles de la producción al público inquieto. La protesta presentada por el movimiento de consumo ético contra estos acuerdos dominantes constituye un intento explícito de renegociar la frontera entre la política y el mercado.
Los códigos de conducta creados por los movimientos de consumo ético para garantizar que las prácticas de producción se mantengan fieles a ciertos valores encarnan ellos mismos nociones controvertidas de representación política. Lo que se considera un salario justo o una práctica sostenible desde el punto de vista medioambiental sigue siendo controvertido en todos los contextos políticos, culturales y socioeconómicos. Los críticos ven en el consumismo ético una peligrosa mercantilización de la ética por la que los valores de los consumidores ricos se «globalizan», limitando injustamente la libertad de los demás. Estos críticos denuncian que los movimientos consumistas de los países avanzados se apresuran a equiparar sus preferencias con el interés superior de los trabajadores y las preocupaciones medioambientales en cuyo nombre pretenden actuar. En la práctica del consumismo ético subyace, pues, la presunción de que el consumo, un proceso impulsado por la distribución global de la riqueza, puede servir como sustituto eficaz de otras formas más tradicionales de representación democrática, como el voto. Está por ver si el consumismo ético se convierte en un medio eficaz de gobernanza económica en el orden postnacional.