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Discurso de presentación del Profesor S.A. Arrhenius, Presidente del Comité del Premio Nobel de Física de la Real Academia de Ciencias de Suecia, el 10 de diciembre de 1922

Su Majestad, Sus Altezas Reales, Señoras y Señores.

Desde que Kirchhoff y Bunsen (1860) introdujeron el análisis espectral, esa importantísima ayuda a la investigación ha producido los mejores resultados. Para empezar, se recogió material y se investigaron los espectros no sólo de los objetos terrestres, sino también de los cuerpos celestes. La cosecha fue espléndida. Luego vino la segunda etapa de la investigación. Se intentó encontrar regularidades en la estructura de los espectros. Para empezar, era natural intentar comparar las diferentes líneas espectrales que emite un gas incandescente con las diferentes notas que podría producir un sólido vibrante. Los cuerpos vibrantes de un gas incandescente serían en ese caso sus átomos y moléculas. Pero no se pudo avanzar mucho en esta vía. Fue necesario recurrir a otro método, a saber, tratar de establecer, mediante cálculos, la relación entre las diversas vibraciones que podía emitir un gas. El hidrógeno debería ser el más sencillo de todos los gases. El suizo Balmer encontró en 1885 una fórmula sencilla para la conexión mencionada entre las líneas del hidrógeno tal como se conocía entonces. Siguieron un gran número de investigadores, como Kayser y Runge, Ritz, Deslandres, y especialmente nuestro compatriota Rydberg, que buscaron regularidades similares en los espectros de los demás elementos químicos. Rydberg consiguió representar sus vibraciones luminosas mediante fórmulas que presentaban un cierto parecido con la fórmula de Balmer. Estas fórmulas contienen una constante que posteriormente ha adquirido una importancia muy grande y ha sido registrada entre los valores universales y fundamentales de la física bajo el nombre de la constante de Rydberg.

Ahora bien, si fuera posible obtener una idea de la estructura del átomo, por supuesto, eso constituiría un buen punto de partida para crear una concepción de las posibles vibraciones luminosas que puede emitir un átomo de hidrógeno. Rutherford, que ha extraído sus secretos de los átomos hasta un grado tan extraordinario, había construido tales «modelos de átomos». Según su concepción, el átomo de hidrógeno debería consistir en un núcleo positivo, con una carga unitaria, de dimensiones extremadamente pequeñas, y alrededor de éste un electrón cargado negativamente debería describir una órbita. Como probablemente sólo actúan fuerzas eléctricas entre el núcleo y el electrón, y como estas fuerzas eléctricas siguen la misma ley que la atracción de la gravedad entre dos masas, la trayectoria del electrón debería ser elíptica o circular, y el núcleo debería estar situado en uno de los focos de la elipse o en el centro del círculo. El núcleo sería comparable al sol y el electrón a un planeta. Por lo tanto, de acuerdo con la teoría clásica de Maxwell, estos movimientos orbitales deberían emitir rayos y, en consecuencia, provocar una pérdida de energía, y el electrón describiría pistas cada vez más pequeñas con un período de revolución decreciente y finalmente se precipitaría hacia el núcleo positivo. Así, la pista sería una espiral, y los rayos de luz emitidos, que requerirán un período de vibración constantemente decreciente, corresponderían a un espectro continuo, que, por supuesto, es característico de un cuerpo sólido o líquido incandescente, pero en absoluto de un gas incandescente. En consecuencia, o bien el modelo del átomo debe ser falso, o bien la teoría clásica de Maxwell debe ser incorrecta en este caso. Unos diez años antes no se habría dudado en elegir entre estas alternativas, pero el modelo del átomo se habría declarado inaplicable. Pero en 1913, cuando Bohr comenzó a trabajar en este problema, el gran físico Planck, de Berlín, había trazado su ley de la radiación, que sólo podía explicarse a partir de la suposición, que entraba en conflicto con todas las nociones precedentes, de que la energía del calor se desprende en forma de «cuantos», es decir, de pequeñas porciones de calor, al igual que la materia se compone de pequeñas porciones, es decir, de los átomos. Con la ayuda de esta suposición, Planck consiguió, de acuerdo con la experiencia, calcular la distribución de la energía en la radiación de un cuerpo hipotéticamente negro. Posteriormente (en 1905 y 1907) Einstein perfeccionó la teoría cuántica y dedujo de ella varias leyes, como la disminución del calor específico de los cuerpos sólidos con el descenso de la temperatura y el efecto fotoeléctrico, por cuyo descubrimiento ha recibido hoy el Premio Nobel.

En consecuencia, Bohr no tuvo que dudar en su elección: asumió que la teoría de Maxwell no es válida en el presente caso, sino que el modelo del átomo de Rutherford es correcto. Así, los electrones no emiten luz cuando se mueven en sus pistas alrededor del núcleo positivo, pistas que empezamos por suponer que son circulares. La emisión de luz tendría lugar cuando el electrón salta de una pista a otra. La cantidad de energía que se irradia es un cuanto. Como, según Planck, el cuanto de energía es el producto del número de vibraciones de la luz por la constante planckiana, que se denota con la letra h, es posible calcular el número de vibraciones que corresponde a un determinado paso de una órbita a otra. La regularidad que Balmer encontró para el espectro del hidrógeno requiere que los radios de las diferentes órbitas sean proporcionales a los cuadrados de los números enteros, es decir, como 1 a 4 a 9, y así sucesivamente. Y, efectivamente, Bohr consiguió, en su primer tratado sobre esta cuestión, calcular la constante de Rydberg a partir de otras magnitudes conocidas, a saber, el peso de un átomo de hidrógeno, la constante de Planck y el valor de la unidad de carga eléctrica. La diferencia entre el valor hallado por la observación y el valor calculado de la constante de Rydberg ascendía sólo a un 1 por ciento; y ésta se ha visto disminuida por mediciones más recientes.

Esta circunstancia atrajo de inmediato la atención admirativa del mundo científico hacia el trabajo de Bohr e hizo prever que resolvería en gran medida el problema que tenía ante sí. Sommerfeld demostró que lo que se conoce como la estructura fina de las líneas del hidrógeno, por la que se entiende que las líneas observadas con un espectroscopio fuertemente dispersivo se dividen en varias líneas estrechamente adyacentes, puede explicarse de acuerdo con la teoría de Bohr de la siguiente manera. Las diversas pistas estacionarias para el movimiento de los electrones -si dejamos de lado la más interna, que es la ordinaria, y que se denomina «órbita de reposo»- pueden ser no sólo circulares sino también elípticas, con un eje mayor igual al diámetro de la órbita circular correspondiente. Cuando un electrón pasa de una órbita elíptica a otra vía, el cambio en la energía, y en consecuencia el número de vibraciones para las líneas espectrales correspondientes, es algo diferente de lo que es cuando pasa de la órbita circular correspondiente a la otra vía. En consecuencia, obtenemos dos líneas espectrales diferentes, que sin embargo están muy próximas entre sí. Sin embargo, observamos sólo un número menor de líneas de lo que deberíamos esperar según esta visión de las cosas.

Las dificultades así reveladas, sin embargo, Bohr logró eliminarlas mediante la introducción de lo que se conoce como el principio de correspondencia, que abrió perspectivas totalmente nuevas de gran importancia. Este principio acerca en cierta medida la nueva teoría a la antigua teoría clásica. Según este principio, un cierto número de transiciones son imposibles. El principio en cuestión es de gran importancia en la determinación de las pistas de electrones que son posibles dentro de los átomos más pesados que el átomo de hidrógeno. La carga nuclear del átomo de helio es dos veces mayor que la del átomo de hidrógeno: en estado neutro está rodeado por dos electrones. Es el átomo más ligero después del de hidrógeno. Se presenta en dos modificaciones diferentes: una se llama parhelio, y es la más estable, y la otra se llama ortohelio; al principio se suponía que eran dos sustancias diferentes. El principio de correspondencia establece que los dos electrones del parhelio, en su trayectoria de reposo, recorren dos círculos que forman un ángulo de 60º entre sí. En cambio, en el ortohelio las huellas de los dos electrones se encuentran en el mismo plano, siendo una circular y la otra elíptica. El siguiente elemento con un peso atómico próximo al del helio es el litio, con tres electrones en estado neutro. Según el principio de correspondencia, las huellas de los dos electrones más internos se encuentran de la misma manera que las huellas de los dos electrones del parhelio, mientras que la huella del tercero es elíptica y tiene unas dimensiones mucho mayores que las huellas interiores.

De manera similar, Bohr es capaz, con la ayuda del principio de correspondencia, de establecer, en los puntos más importantes, la situación de las distintas huellas de los electrones en otros átomos. Las propiedades químicas de los átomos dependen de las posiciones de las pistas de electrones más externas, y sobre esta base se ha determinado en parte su valencia química. Podemos tener las mejores esperanzas en el desarrollo futuro de este gran trabajo.

Profesor Bohr. Usted ha llevado a una solución exitosa los problemas que se han presentado a los investigadores de los espectros. Al hacerlo, se ha visto obligado a hacer uso de ideas teóricas que difieren sustancialmente de las que se basan en las doctrinas clásicas de Maxwell. Vuestro gran éxito ha demostrado que habéis encontrado los caminos correctos hacia las verdades fundamentales, y al hacerlo habéis establecido principios que han conducido a los más espléndidos avances, y prometen abundantes frutos para el trabajo del futuro. Que se os conceda cultivar durante mucho tiempo, en beneficio de la investigación, el amplio campo de trabajo que habéis abierto a la Ciencia.

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