«Estuvimos con los pies de plomo durante semanas, hasta el punto de que cada paso significaba un esfuerzo decidido», recordó la señorita Goring. «También era muy difícil recordar cualquier cosa sencilla, incluso durante cinco minutos»
La señorita Goring estaba describiendo el período de su convalecencia tras la pandemia de gripe de 1918, que vivió en su Sudáfrica natal. Sus recuerdos forman parte de una colección publicada por el historiador sudafricano Howard Phillips en el centenario de aquella catástrofe. No es la única. Otra colección publicada por la misma época por el historiador neozelandés Geoffrey Rice también está plagada de referencias a los síntomas a largo plazo de esa gripe, desde la «pérdida de energía muscular» hasta las «complicaciones nerviosas». Algunos convalecientes, recordaba un doctor Jamieson que trabajaba en un hospital de Nelson, en la Isla Sur de Nueva Zelanda, «pasaban por un periodo de apatía y depresión», o experimentaban temblores, inquietud o insomnio.
Lo sorprendente de leer estos relatos diez meses después de una nueva pandemia, es el eco histórico que proporcionan del «Covid largo», esa misteriosa aflicción, o aflicciones, que persigue a algunos pacientes que se infectaron con el virus del SARS-CoV-2 mucho después de que los síntomas iniciales hayan remitido, y aparentemente mucho después de que el virus haya abandonado su cuerpo. «Día 163 post Covid», tuiteó un enfermo de Covid largo el 16 de septiembre. «Conseguí caminar durante 20 minutos sin dolor en el pecho mientras mantenía mi ritmo cardíaco por debajo de 120».
Una definición de Covid largo es «no recuperarse varias semanas o meses después del inicio de los síntomas que sugerían Covid, tanto si te hicieron la prueba como si no». Es una definición inevitablemente imprecisa, hasta que la investigación dilucide los diversos síndromes posteriores a la COVID-19 que casi con seguridad comprende la Covid larga. Pero mientras tanto, sirve para etiquetar a los enfermos, de modo que es más probable que se les tome en serio y se les trate -en la medida en que la medicina tenga algún tratamiento que ofrecerles- y que se reconozca que el virus puede causar síntomas crónicos que son distintos del impacto indirecto en la salud de las consecuencias sociales o económicas de la pandemia.
La investigación sobre el Covid Largo se está poniendo en marcha -de forma tardía, porque algunos enfermos nunca fueron hospitalizados, al no haber experimentado los graves síntomas respiratorios que pueden caracterizar a la enfermedad aguda-, pero por ahora hay más preguntas que respuestas. Nadie sabe qué proporción de los infectados por el virus experimenta síntomas persistentes, por ejemplo, y la desconcertante diversidad de esos síntomas sólo se está poniendo de manifiesto ahora. El cansancio profundo es probablemente el más común, pero otros incluyen disnea, dolores, palpitaciones, sarpullidos y pinchazos. Ningún tejido u órgano parece salvarse, algo que no sorprende a Debby van Riel.
Viróloga de la Universidad Erasmus de Rotterdam (Países Bajos), van Riel lleva años estudiando cómo la gripe causa estragos más allá del tracto respiratorio. Lo ha hecho en células humanas cultivadas en placa, en modelos animales y en pacientes, tratando de captar, desde los distintos ángulos que éstos ofrecen, la compleja cascada de acontecimientos bioquímicos que la infección por varios subtipos del virus de la gripe A desencadena en los tejidos del organismo.
Sus temas han incluido el H5N1, la agresiva gripe «aviar» que -hasta el año pasado- se consideraba un candidato principal para la causa de la próxima pandemia, la gripe «porcina» H1N1 que causó la pandemia de gripe más reciente, en 2009, y la madre de todas ellas, el virus que causó la llamada pandemia de gripe «española» de 1918. A principios de este año, van Riel cambió su atención hacia el SARS-CoV-2, el virus que causa la COVID-19, y vio que -aunque se comporta de forma diferente a la gripe- también tiene efectos más allá del tracto respiratorio. «Al menos en su forma grave, debemos considerar el COVID-19 como una enfermedad sistémica», afirma, algo que también es cierto en el caso de la gripe.
Dadas estas similitudes, quizá la historia pueda ofrecernos algunas ideas sobre lo que podemos esperar del Covid Largo. «La incapacidad causada por la gripe y sus secuelas afectaron gravemente a la economía del país durante algún tiempo», escribió Phillips en 1990, en Octubre Negro, su exhaustivo estudio sobre la epidemia de 1918 en Sudáfrica. En lo que ahora es Tanzania, al norte, se ha atribuido al síndrome postviral el desencadenamiento de la peor hambruna en un siglo -la llamada «hambruna de los cormos»- después de que un letargo debilitante impidiera a los supervivientes de la gripe plantar cuando llegaron las lluvias a finales de 1918. «La agricultura sufrió un trastorno particular porque, no sólo la epidemia coincidió con la temporada de siembra en algunas partes del país, sino que en otras llegó en el momento de la cosecha y la esquila de ovejas». Kathleen Brant, que vivía en una granja de Taranaki (Nueva Zelanda), relató a Rice, la historiadora, los «innumerables» problemas que tuvieron los agricultores de su distrito tras la pandemia, aunque todos los enfermos sobrevivieron: «Los efectos de la pérdida de producción se dejaron sentir durante mucho tiempo».
Hace un siglo, la mayor parte de la economía mundial se derivaba de la agricultura, pero no sólo ésta se vio afectada. Phillips relata el caso de un conductor de tren que sufrió un accidente en 1919 y que más tarde explicó que sufrió un desmayo mientras estaba a los mandos: «Afirmó que se trataba de las secuelas de un ataque de gripe española del año anterior, que le había dejado ‘sin ser el mismo desde entonces'». Informes similares llegaron de todo el mundo. Los médicos británicos señalaron que los casos de trastornos nerviosos, incluyendo la «melancolía» -lo que nosotros llamaríamos depresión-, mostraron un marcado aumento en 1919 y 1920. Los maestros de escuela se lamentaban de que sus alumnos tardarían meses o años en recuperar el terreno perdido.
El problema de hablar de la pandemia de 1918 es que se solapó con la Primera Guerra Mundial, lo que hace difícil, si no imposible, determinar la contribución relativa de los dos desastres a cualquier ola posterior de letargo o enfermedad mental (la pandemia -como la actual- también podría haber tenido efectos indirectos en la salud, debido al duelo y la agitación social que trajo consigo). Por lo tanto, los estudios de los países que fueron neutrales en la guerra, como Noruega, tienen un valor incalculable, ya que ofrecen una visión del impacto de la pandemia que no se ve complicada por el de la guerra. El demógrafo noruego Svenn-Erik Mamelund aportó una prueba de este tipo cuando examinó los registros de las instituciones psiquiátricas de su país para demostrar que el número medio de ingresos se multiplicó por siete en cada uno de los seis años que siguieron a la pandemia, en comparación con los años anteriores, no pandémicos.
Por muy valiosos que sean estos hallazgos, debemos ser cautos a la hora de interpretarlos. Por un lado, no hay forma de demostrar, retrospectivamente, una relación causal entre la gripe y las enfermedades psiquiátricas que padecían esos pacientes. Por otro lado, los tabúes en torno a las enfermedades mentales, tan fuertes o más que ahora, hacen que las cifras no reflejen con exactitud el alcance del fenómeno. Aunque es casi imposible determinar la frecuencia de la «gripe larga» en los años posteriores a 1918, la hipótesis de trabajo es que sólo afectó a una pequeña proporción de los supervivientes, y ésta es también la hipótesis de trabajo en relación con el virus de la gripe larga, sobre la base de datos todavía incompletos.
No obstante, dadas las decenas de millones de personas que ya han sido infectadas por el SARS-CoV-2, incluso una pequeña minoría podría suponer una miseria considerable, por no mencionar las consecuencias sociales y económicas, como ocurrió hace 100 años. Esta es una razón suficiente, dice el psiquiatra Simon Wessely del King’s College de Londres, «para investigar los casos de Long Covid con el mismo rigor y vigor con el que estudios como PHOSP-COVID están investigando los casos hospitalizados».
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