El Atlas de las Nubes

James Joyce escribió una vez a un amigo que el pensamiento del Ulises es sencillo; lo complejo es el método. Lo mismo podría decirse de la extraordinaria novela de David Mitchell, El atlas de las nubes, que toma prestadas de Joyce las metáforas de la reencarnación y un profundo compromiso con la idea de que el estilo lingüístico es una forma de imaginar y comprender el mundo. Y también como la obra maestra de Joyce, el libro de Mitchell tiene en su corazón una idea simple y directa: un lamento por el sufrimiento que nos infligimos unos a otros, especialmente cuando lo infligimos en nombre de alguna identidad social que nos separa de otros a los que situamos más abajo en la Gran Cadena del Ser. Sunt lacrimae rerum, escribe uno de los personajes del Atlas de las Nubes al final de su vida, tomando prestado de Virgilio: sunt lacrimae rerum et mentem mortalia tangunt, «Lloran aquí / Por cómo se va el mundo, y nuestra vida que pasa / Toca sus corazones» (versión libre pero elegante de Robert Fitzgerald). A pesar de sus juegos metaficcionales, Mitchell intenta, creo, producir algunas de esas lágrimas.

Sin duda, el libro de Mitchell es mucho más accesible que el de Joyce: entrelaza múltiples narraciones, cada una con su propio estilo distintivo, pero cada narración es eminentemente legible, y los pequeños nudos que las conectan están inteligentemente atados. Alguien dijo una vez de las obras de Tom Stoppard, y no era un cumplido, que hacen que el espectador se sienta más inteligente, y puede que El atlas de las nubes también lo haga: hay muchos momentos en los que sentí una repentina oleada de placer al establecer una conexión entre las historias. Pero, ¿qué hay de malo en sentir una repentina oleada de placer ante un descubrimiento estético? Y el placer de encontrar y desenredar los nudos puede hacer que el corazón del lector sea un poco más vulnerable a los momentos de patetismo. Y con razón.

Aunque me pregunto si al final El atlas de las nubes puede (como dijo Joyce del Ulises) «sufrir de un exceso de diseño». Todo encaja con tanta pulcritud, y aunque es un gran placer observar la pulcritud del tejido, creo que puede ser cierto que los libros que se quedan con nosotros más profundamente son los que tienen algo de la aspereza y la ejecución imperfecta de nuestros propios planes mejor trazados. Libros que son tan defectuosos como nosotros, libros cuyo alcance excede su capacidad. Será interesante averiguar, dentro de cinco o diez años, qué libro es más fuerte en mi memoria, El atlas de las nubes o La broma infinita.

(Por cierto, la mejor crítica que he leído de El atlas de las nubes es de A. S. Byatt; y recomendaría a cualquier persona interesada en el libro que leyera el breve ensayo del propio Mitchell sobre él.

Patrones de texto

29 de septiembre de 2010

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